Las de Bram Stoker y Jonathan Harker fueron vidas paralelas. Stoker era el secretario particular de Henry Irving, un reputado actor shakespeariano y propietario del Lyceum Theatre de Londres; Harker, el del enigmático conde Drácula, quien lo convocó a su castillo de Transilvania para negociar la adquisición de una mansión en Londres. No es casual que el personaje de Drácula se inspire en las facciones e idiosincrasia de Irving, ni que Stoker hiciese una lectura pública en el Lyceum Theatre días antes de su edición. Drácula es la novela vampírica por antonomasia. En ella se concitan los grandes ejes temáticos del subgénero: la lucha entre el bien y el mal y la sexualidad del vampiro, con una estética victoriana y un despliegue estilístico abrumador. Todo ello la convierte en un clásico incontestable e imperecedero.

Me encanta el terror. Me encanta Halloween, los monstruos y toda la psicología que tienen detrás. Cuando leí Drácula, tenía en mente la imagen de aquel vampiro hollywoodiense que brilla en un bosque mientras promete ser más bueno de lo que realmente es (sigues siendo un manipulador, Edward Cullen) y, de repente, me encontré con la penetrante mirada de las tres vampiresas que viven junto al Conde en Transilvania. La ilustración de John Coulthart me parecía, en su simpleza, aterradora. Y lo mismo me ocurrió con la novela. Las cartas de Harker a su amada Mina se me presentaban como un vaticinio de que lo peor estaba por llegar. No podía parar de leer. El relato de Drácula en el navío Demeter me conquistó por completo, sólo por ello, merece la pena leer el que ya es un clásico de la literatura de terror. Hace dos que lo leí y, a día de hoy, sigo con el miedo en el cuerpo de dormir con la ventana abierta.