A medio camino entre el aserto filosófico, del que se aleja por una especie de movimiento de muñeca poético, y del poema, al que finta con resolución filosófica, las minimás de Carmen Camacho propician un sentido reticular que va ocupando un muy insólito territorio de identidad y de pasmo, sin otra fe que la del asombro y sin otro norte que el de un lenguaje que se ha levantado irónico, pizpireto, revoltoso, centrífugo, insumiso... y exacto. Es como si el pensamiento femenino, harto de correr por autovías o por raíles que apuntan siempre en la misma dirección, ya hasta el gorro de señoras (en)varadas y espesas, que parecen llevar consigo el dogal del martirio y la punición, como antes el Corazón de Jesús, decidiera de pronto echarse al monte, ponerle color y vértigo al paisaje, sorteara los baches, fuera arrancándole agujas a los pinos y con ellas en los labios nos rascara en el corazón o en los espejos, justo donde una/uno no quisiera que le rascasen.
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