Es sábado. El último loco repartidor corre hacia la puerta. Le esperan sus amigos en el pub para jugar unas partidas de dardos y beber tres o cuatro pintas de cerveza. Saluda a la española con un gesto. Hace meses que trabaja en la empresa de transporte pero no se han dirigido más de cinco palabras seguidas. Al repartidor le resulta huraña y poco social, siempre tan seria y mirando como si no viera. Alguien dijo una vez que había huido de su país por problemas con la justicia, pero él no lo cree. No tiene esa pinta. Al salir a la calle ya se ha olvidado de ella.Dolores anota los últimos cambios en el horario de los repartidores y cierra la carpeta. Comprueba el reloj: las seis en punto, y reclina la espalda sobre el asiento. Está cansada, eternamente cansada. Tal vez cansada desde hace años. Hoy además es un mal día. Es nueve de octubre. Suspira bajo el peso de la memoria con la única compañía de su bolso, al que se aferra como a un talismán. Dentro esconde una pequeña libreta con pa
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