Lo recuerdo con la sepia nitidez de un sueño placentero cuando enturbio los ojos y cruzo ensimismado la puerta giratoria de cristal transparente, opacada en la sombra de la cortina beige en su envés, marrón para la sala, especie de telón que tanto limitaba, marginando la calle y dando paso y filtro a la estancia de cuadrícula vasta, donde las columnatas sostenían un techo en adornada escayola de circuncisos capiteles, mármoles en los suelos de presencia geométrica y espejos verticales cubriendo las paredes, conformando un salón egregio y trasnochado, donde pudo haber valses en esa «Belle epoque» que Granada no tuvo, pero que bien pudiera ser centro de atención para un romanticismo decorado en neoclásico, con sus grandes arañas de cristales prismados, sus Famas y Cariátides flotando en el ambiente, y un sueño rigodón perdido, ya lejano, que nunca se entonara, ni siquiera en cuplés del pequeño escenario montado sobre frágiles dinteles de la puerta, en que alegres mozuelas, diríase animadoras, canzonetistas, tonadilleras, y otras tantas figuras de retórica musical, hicieran las delicias de los tantos catetos que llenaban la sala en las horas del pase, al pico de las ocho, y más tarde, a las diez, sábados y domingos.
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