La II República a través de su Ministro de Hacienda, Juan Negrín, decide trasladar a Moscú, el oro depositado en las reservas del Banco de España, situado en Madrid. Todo se debe hacer en secreto y con el menor número posible de testigos. El metal precioso es colocado en unas cajas de madera utilizadas habitualmente para el transporte y el almacenaje de municiones para no levantar sospechas. Ninguna está numerada ni identificada convenientemente y, sorprendentemente, tampoco se acompañan de facturas o justificantes que indiquen cantidad, peso o contraste del oro que esconden en su interior. Y así, en medio de la noche, las cajas son transportadas en camiones a la estación del Mediodía de la capital española y desde allí a Cartagena. Una vez llegan a la ciudad mediterránea, se depositan con la mayor de las cautelas en ellos polvorines de La Algameca. Todo va según lo previsto hasta que en medio de esta operación, casi clandestina y realizada al amparo de la oscuridad y de la insuficiente documentación, una caja repleta de metal precioso se pierde.